La ciudad de los pasajeros eternos
Nacida como el lujoso lugar de veraneo de las elites, a fines de los ’40 se volvió un reducto de las clases populares hasta convertirse en la capital del hotel sindical, para espanto de los adinerados que migraron a la zona sur de la ciudad o, directamente, a otras playas (Villa Gesell, Pinamar). Hoy, no es la versión costa atlántica de las Vegas pero tampoco debe distar tanto. Allí todo es excesivo, todo te salta encima: los carteles de neón, las vidrieras atiborradas de productos. No importa qué: lo importante es vender. Lo que sea. Al precio que sea. Por eso abundan los locales de tres películas por cien pesos al lado de comercios de gorros; anteojos de sol y de lectura; remeras y tazas y mates y platos con leyendas alusivas a la ciudad. Por eso en las calles del centro se paran, como árboles de carne y hueso que se inclinan con el viento, volanteras desanimadas. Los locales que levantan (aunque sea apenas) el vuelo de la truchada no son menos estridentes. Alguien lo considerará kitsch. Se destacan los que venden artículos regionales: barquitos hechos con caracoles, delfines u otras figuras que cambian de color según el tiempo, cocos tallados. Después, sí: casas de zapatos y carteras; casas de ropa; casas especializadas en lana, que en un momento habían sido una referencia obligada. “¿Vas a ir? Aprovechá, comprate pulóveres”. Los pulóveres y los alfajores era una marca registrada de la ciudad, como el casino y las estatuas de los lobos marinos. Sin embargo, la proyección de estos productos en otros puntos del país le fue quitando parte de esa identidad. Ya no hace falta viajar 400 kilómetros desde Buenos Aires para comerse un havannette si hay un local a no más de 10 cuadras de cualquier oficina del centro. ¿Hay primeras marcas? Sí, las hay, pero con vidrieras contagiadas de esa especie de manierismo consumista. Es decir que parece lo mismo un par de zapatillas Nike que un par de zapatillas Mike. Incluso las primeras podrían pasar por las truchas. A veces, la falsificación puede llegar a ser más real que el original. Así como el casino es un baluarte, una catedral del azar, por las calles laterales se multiplican bingos modestos, verdaderas capillas tercermundistas. También, por su condición de ciudad de paso efímero, hay boliches de levante, erigidos a la medida de asistentes a congresos de visitadores médicos o empleados de correo, que harán sus menesteres diurnos y querrán divertirse la única noche que pernoctarán en la ciudad. Así es todo el año. Se la puede llamar “la feliz” con infantil optimismo si se la ve con buenos ojos en verano. Y eso si los ojos son lo suficientemente buenos como para considerar algo agradable la saturación de gente en los espacios públicos (playas, peatonales, restaurantes de comida al peso) de la misma manera que los productos y promociones saturan las vidrieras. Si no, pasará el verano –muchas veces ventoso y frío- pero las calles y los hoteles y los boliches y los pasajeros… sobre todo los pasajeros, paradójicamente, quedarán.
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