Una noche en el funky bar

 

Reflexión


Debe haber sido primavera del ’99. Había un boliche llamado El Estudio Bar, al que recuerdo como uno de los mejores lugares para ver bandas. Iba a ir con un amigo que me canceló a último momento. Me encontré un par de conocidas pero las perdí al entrar. Tal vez un poco a propósito porque mi plan era inspirarme en ese ambiente: había ido a escribir.

Me senté a la barra, pedí una cerveza y me llegó un humo cercano e inconfundible. Miré a mi derecha y allí estaba. 

Willy Crook. 

Fumaba un porro enorme y me dio la impresión de ser el tipo con más paz del universo. Por eso mismo no le hablé; estaba sentado en la banqueta contigua a la mía, le podría haber dicho que lo admiraba, que su música me parecía sublime… pero verlo tan sereno me contuvo. ¿Para qué molestarlo?

Había salido su segundo álbum con los Funky Torinos, Eco. Lo acompañaban Valentino en guitarra, Fernando Lupano en bajo, Juan Rodríguez en batería, Miguel Ángel Tallarita en trompeta, Patán Vidal en teclado y había un percusionista también pero no recuerdo su nombre.

Willy Crook (como Andrea Álvarez, como Richard Coleman y otros cuantos) muchas veces es recordado por las titánicas figuras con las que compartió sala, estudio y escenario. Pero eso es ser injusto con él, que abandonó Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota porque prefirió ser “capitán en una balsa antes que marinero en un transatlántico”. Y vaya si lo fue con su decena de discos y habiéndose convertido en el indiscutido referente del funky argentino.

(Rimas de la vida o no, su antiguo compañero, Miguel Tallarita, actualmente forma parte de Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado y navega por un mar de gente cuando el Indio Solari conjura el tsunami)

De aquella noche en El Estudio Bar, podría decir que Crook ni siquiera llevó el saxo. Con su repertorio de funk, soul  y alguna pincelada de reggae o blues, prestidigitó una velada que terminó siendo aterciopelada. Todo guitarra y voz para una atmósfera tan sobria como hipnótica; tan cool.   

Con sus dreads desparejos y su camisa estampada, a bordo de su proverbial Torino, Willy era un dandy inusual. Tal vez fuera de tiempo y de espacio pero no por eso ridículo; todo lo contrario, era un personaje que había forjado una personalidad magnética a fuerza de talento, versatilidad y elegante ironía. Ese fue el modo en que encendió su luz propia en el firmamento de acá y de más allá. Ahí viene la lista (post Redondos): Melero, Charly, Pappo (con Riff), Los Abuelos de La Nada, los Toreros Muertos y tantos otros. De algún modo la historia se invierte, los titulares de los diarios quedan en orsai y son estos artistas los que se engrosan por haber tocado con Crook.

No sé si es procedente hilar las palabras de homenaje en una red conceptual que junte las melodías con lo celestial, con el disfrute de los ángeles y toda esa rémora de lugares comunes. No con él, que era tan terrenal, que tenía la magia de la vida, de la aventura, que cosechó el cariño de cada uno de los músicos con los que se cruzó.  Y no solo de ellos.

Esa noche del ’99 en El Estudio Bar, había ido a escribir y tuvo que irse Willy para que 22 años después termine lo que había empezado, que era este texto que me salió de no haberme animado a alterar su paz e invitarle un trago.

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