De los fractales al heavy metal
Crónica
El conurbano es un territorio inconmensurable. Sus paisajes se multiplican conformando un mosaico de una complejidad que parece imposible como parecen imposibles los fractales. Y, sin embargo, ahí están.
El conurbano es un territorio inconmensurable. Sus paisajes se multiplican conformando un mosaico de una complejidad que parece imposible como parecen imposibles los fractales. Y, sin embargo, ahí están.
La medialuna que se forma entre el oeste y el sur, de Morón
a Florencio Varela, es un paisaje de galpones con gigantescos portones de
chapa, de alguna panchería, galpones que de día pueden ser concesionarias de
autos, depósitos de alguna gran cadena de supermercados, talleres de chapa y
pintura, paisaje de algún hipermercado, de algún vivero, de galpones, galpones,
galpones.
La vidriera de una remisería dice: “Sólo con número de
referencia”. Pibes con visera. Afiches de políticos que sonríen a la nada, una
especie de hermano ojo que todo el mundo ignora; un hermano ojo ciego.
Patrulleros destartalados. Alguna calle de tierra. Micros de línea de tres
cifras. Los restos de un acoplado son los fósiles de una industria pre
apocalíptica, tirados ahí, casi enterrados bajo esa tierra clarita donde crecen
unos pastos heroicos. Iglesias evangélicas. Olor raro, olor no se sabe a qué, a
escape de camiones que queman mal, a una sutileza de caca, a algo que se pudre;
de todo eso un poquito, el aire es denso. Una zanja. Sindicato de algo, zona
sur. Rotondas. Concreto. ¿Prostitución? Algo, pero no es todo una gran zona
roja.
No importa cuánta potencia tenga el alumbrado público: el
conurbano siempre está oscuro.
Y son tan oscuras las casillas de ladrillo hueco sin revocar
y techo de chapa como las moles que constituyen verdaderas ciudades en una
manzana. Sobre aquellos techos de chapa, neumáticos, una frazada, listones de
madera manchados con cemento, tal vez unos pedazos de manguera.
Ruta 4. Calchaquí. Camino General Belgrano.
La muerte está ahí, es… “la vieja palabra destino quiso
sonreír a su suerte, le cruzó en medio del camino la sonrisa de la muerte”
escribió alguien una vez porque lo pudo ver –para eso es poeta, vamos- pero en
el conurbano es una compañía invisible y permanente.
El cumbiero va perdiendo los sentidos con el paco hasta que
le da lo mismo cuidarse o no cuidarse al momento de ir a meter caño. El
reggaetonero que aturde en el transporte público escuchando eso desde un
celular que suena a engranaje mal engrasado es presa fácil de los patovas súper
anabolizados que custodian los boliches. Los rolingas se extinguieron.
Pero los heavies… los heavies…
Hermética es la banda de sonido en ese paisaje desolador, de
madres rollizas que temen que sus hijos no vuelvan cuando salen a la noche, de
convulsas guardias de hospital, de olorcito a facturas en las mañanas de
invierno a la hora de ir a laburar. Por eso la H es tan grande, porque ha
sabido proteger a los pibes que se juntan en la esquina a tomar una cerveza, o
unas cuantas. Porque es lo que sonaba ahí cuando el patrullero pasaba despacito
a ver qué onda. Pero también porque es lo que sonaba en la casa a eso de las
ocho de la noche, cuando había que ir a comprar un vino para acompañar ese
guiso de lentejas. El heavy se hizo comunitario, solidario, de manera tal que
ha ido conformando el único grupo que puede ser considerado verdaderamente una
tribu urbana; una tribu sin caciques, vale aclarar.
Allí esperan mis amigos en reunión.
Mucho me alegra sentirme parte de vos
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