Los hombres que fueron agosto
Allá por la época de los antiguos romanos, cabe recordar,
los meses del año eran diez. La prueba la tenemos en los propios nombres que
nos llegan hasta hoy: septiembre era el séptimo, octubre el octavo, noviembre
el noveno y diciembre el décimo. Esto fue resultado de la superación de
diversos calendarios lunares de los pueblos previos al imperio, entre los que
se cuentan los lavinios y los etruscos. Según la tradición, este nuevo
calendario fue adoptado por Rómulo. Sí, el que fue alimentado por una loba junto
a su hermano, Remo.
¿Diez meses? ¿Entonces contaban años más cortos o meses más
largos? Ninguna de las dos cosas: tenían algo así como meses “que no existían”,
que no se contabilizaban porque no había ninguna actividad agrícola ni militar.
El año empezaba en marzo, martius, llamado así por Marte, dios de la guerra y
padre de Rómulo y Remo. Seguía por aprilis, consagrado a Apru, que era el
nombre etrusco de Venus quien, a su vez, era la madre la otra gran figura
mítica de la creación de Roma: Eneas. Luego estaba Maius, llamado así por Maya,
progenitora de Mercurio. Le seguía el mes consagrado a la diosa protectora del
hogar, las familias y las mujeres: Juno. Se trata, desde ya, del mes de iunio o
junio. Luego comenzaban los ordinales con quintilis y sixtilis (tan simple como
quinto y sexto respectivamente) más los mencionados más arriba. Después del
décimo mes, ya no había tiempo, era el invierno inclemente que no era ni digno
de contabilizarse. ¿Para qué mensurar algo que no tiene ninguna utilidad?
En el siglo VIII antes de Cristo, se incorporan el mes del
dios bifronte Jano: ianuarius, que llega a nuestros días como enero; y
februarius, el del dios Februus, otro nombre de Plutón. Así quedaron doce meses
que alternaban entre 29 y 31 días, conformando un año de 355 días. Eso sí, el
desfasaje entre el calendario lunar y las estaciones solares tuvieron que
suplirlo con un par de parches que agregaban cada cuatro años.
El que cambió todo –todo- fue un noble de la familia de los
Julio. Su nombre derivaba de Iulo, nada menos que el hijo de Eneas. Se trataba
de Caius Iulo César, que tuvo una exitosa carrera política a partir de que se
lo nombrara pretor, luego pontífice máximo y finalmente cónsul. Dirigió varias
campañas militares, venció en la guerra de las Galias y llegó a los territorios
inexplorados de Britania y Germania. El senado buscó destituirlo por temor al
poder que había concentrado pero ya era tarde. Se desató una guerra civil en la
que resultó vencedor y se hizo nombrar dictador perpetuo con el nombre de Cayo
Julio César. De las innumerables reformas sociales, económicas y políticas que
llevó adelante, aquí interesa particularmente una: la de ponerle su nombre al
séptimo mes del año. Así, después del mes de Inuo (junio) seguiría el mes de
Iulo (julio).
Se sabe, Julio César no terminó bien. Fue asesinado en el
senado, traicionado por sus hombres de confianza y con otra guerra civil
desatándose a continuación. El puesto de césar lo heredó su hijo adoptivo, Cayo
Octavio, que tras imponerse en la guerra civil sobre la facción que había
matado al dictador, adoptó el nombre de César Augusto. El nombre césar se
convirtió en un título similar al de emperador y tanto se extendió que llegó a
Alemania como kaiser y a Rusia como Czar (o zar). El nuevo emperador no quiso ser
menos y consideró que también debía consagrársele un mes del año. Decidió que
ya que él había llevado el nombre del número ocho –Octavio- era justo que ese
mes llevara su nombre: Augustus, que llegó hasta nuestros días como agosto.
Y en esto estamos.
Siglos después, bien lejos de la antigua Roma se alzó una
nueva Roma (te cura o te mata) con reminiscencias a aquella en lo
arquitectónico pero también con una suerte de paráfrasis de acontecimientos.
Claro que esa historia repetida ratificó aquella máxima de la primera vez como
drama, la segunda como farsa. La ciudad de La Plata también tuvo su Julio
César. Como su homónimo, era ambicioso, tuvo una destacada carrera política e
introdujo gran cantidad de reformas. Pero todo en escala mínima, de cabotaje,
insectil.
En 1999, el intendente Julio César Alak, puso como presidente del Concejo Deliberante a quien había sido primer concejal dos años antes, una
joven promesa llamada Pablo Bruera. Para entonces, el edil ya estaba craneando
su acción a lo Bruto. No esperó a alcanzar el puesto del césar y como un
Octaviano (pos)moderno, llenó las paredes platenses con la leyenda “Bruera es
agosto”, un pícaro slogan que el lector debía completar con el razonamiento de
que agosto viene después de julio y Julio era Alak. La efectividad publicitaria
de la frase la ubica en el podio con “Braden o Perón” y “los argentinos somos derechos y humanos”. Pablo
Bruera finalmente alcanzó la intendencia. La caída de quien hasta entonces se
había manejado como cónsul y pontífice máximo de la ciudad de las diagonales
también tuvo su guerra civil, tan mínima y paródica como todo lo demás: fue un
conjunto de zancadillas e intrigas palaciegas que incluyeron personajes
intrascendentes y garrochazos obscenos de una facción política a la otra.
La historia cuenta que el imperio romano cayó por la
invasión de los bárbaros y nunca volvió al esplendor que supo tener. La Plata
nunca fue un imperio y por lo tanto no puede atribuírsele a ninguna invasión su
decadencia. Habrá que pensar en qué responsabilidad le cabe a cada uno de los sucesivos
dictadores vitalicios que la rigieron.
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