Elogio de la épica (o por qué soy de Boca)
Reflexión
Con mi abuelo nunca charlé mucho de fútbol pero sí recuerdo que me hablaba maravillas de Marzolini. Mi viejo haría lo propio con el Toto Lorenzo, loando su paso por el club como jugador y como técnico.
Me crié en una casa sin fanatismos pero sí con afición. Mi
mamá, por su parte, se definió muy claramente: “Soy de Estudiantes pero no
ejerzo”. Para mí, entonces, ser de Boca era natural. Salvo por un par de
semanas a principios de los ’90, cuando Independiente estaba ganando todo y
reafirmaba su mote de “Rey de copas” y el club de la ribera hacía una campaña muy
floja, jamás dudé de mi pertenencia xeneize. Por aquel momento me puse un
ultimátum: “Si Boca no gana el próximo partido, me hago de Independiente”. Y
ganó. Desde entonces, sí, mi parcialidad estuvo definida y fue definitivamente inamovible.
Porque eso es Boca, es la épica, es remontar las circunstancias más adversas, las
imposibles incluso, es el fútbol simple y decididamente popular.
Después vino la campaña con el maestro Tabárez a la cabeza
y nombres que quedarán marcados para siempre en mí: el Manteca Martínez, Diego
Latorre, Walter Pico, Carlos Javier Mac Callister, el Mono Navarro Montoya.
Campeones del ’92. Yo tenía 9 años.
Fontanarrosa retrata como nadie lo decisivo que puede ser
para una generación un partido de fútbol en “19 de diciembre de 1971”, donde
explica que el resultado de la final Central-Newell’s iba a definir si los
pibes terminarían hinchando por uno u otro hasta el fin de sus días. Y eso fue
lo que pasó con el campeonato que Boca conquistó en 1992: selló mi carácter de
bostero de la cuna al ataúd.
De chico, tenía un póster de Navarro Montoya en la puerta de
mi armario. Otro con todo el equipo. El tercero era de una voluptuosa morocha
pintada con aerógrafo con la camiseta azul y oro. Donde los compré (algo así
como los tres por un peso), tenían exactamente el mismo dibujo de la morocha
con la camiseta de River, de San Lorenzo, de Huracán, de Racing…
La cuestión es que me hice arquero por Navarro Montoya –en aquel
momento disputando el puesto de mejor goal keeper con José Luis Chilavert,
héroe de Vélez-. Más tarde, cuando quise tener la pelota más en los pies que en
las manos, jugaba de marcador izquierdo y mi referencia era el colorado Mac
Allister. Llegué a tener un gato pelirrojo al que le puse el nombre del
fullback. Fast forward a mi adolescencia, cuando jugaba un poco más adelantado,
pegado a la banda, casi como un win (y cuando éramos menos de 11 –o sea, casi
siempre- subía y bajaba como eso que ahora llaman “carrilero”). Me apodaron
brevemente “Kily”, por González, uno de los refuerzos que llevó Boca desde
Central en 1994. El otro era Darío
Scotto. Ambos, jugadorazos.
Aquel día de mi niñez en que compré los tres pósters, conocí
la vieja Bombonera pintada de amarillo ocre y aún con foso. Enterarme de que la
nueva gestión iba a rehacer todo el estadio y prometía llevar al club a lo más
grande, a lo que correspondía por su jerarquía e historia, me alegró y me
entusiasmó. Años ’90, yo inocente infante… entenderán que no estaba a mi
alcance entender que la conducción de un oligarca era lo menos Boca que podía
ocurrir. Me costó mucho entender que Macri no es Boca o, con más precisión:
sabía que Macri no era Boca pero no sabía por qué.
¿De dónde vino la respuesta? De donde tenía que venir, del
fútbol. ¿Qué digo fútbol? FÚTBOL, así, con mayúsculas.
Fue el 8 de abril de 2001, cuando Boca le iba ganando a
River con un gol del Negro Ibarra. En un tiro libre, patea Riquelme, el arquero
Costanzo da rebote y Román no perdona. Explota la Bombonera, el diez corre
hacia los palcos y hace pantalla con las manos tras sus orejas mirando
fijamente al presidente del club, esperando el grito de euforia que nunca llega
porque éste había desmerecido al genio de la gambeta negándose a otorgarle
mejoras contractuales mientras se lo disputaban varios clubes. Mirando al costado,
haciéndose el desentendido, esa sería otra de las deudas que quien llegaría a
la presidencia de la nación no iba a pagar. Al finalizar el match –que le
permitió al xeneize pasar a la siguiente ronda de la Copa Libertadores-, un
periodista le preguntó a Román el porqué de su gesto y éste, pícaro, inteligente,
contestó con ironía que había sido una dedicatoria a su hija, fanática del Topo
Gigio.
Pero hubo más. La gesta de los años 2000 y 2001, con nombres
de titanes en el campo de juego –además de Román estaban Óscar Córdoba en el
arco, el ya mencionado Ibarra, el Chicho Serna, el Patrón Bermúdez, Martín
Palermo, Sebastián Battaglia, el Chelo Delgado- contaban con un timonel de lujo
desde el banco: Carlos Bianchi. El 23 de diciembre de ese año, el DT estaba
dando la conferencia de prensa tras el 6 a 1 a Lanús, cuando el presidente del
club irrumpió y presionó al entrenador para que permanezca en la institución. “Anuncié
que no iba a renovar mi contrato, no a renunciar. No tengo por qué dar las
causas” explicó el técnico, se paró y se fue. Macri quedó pedaleando en el aire:
“¡No! No corresponde lo que estás haciendo”. Tarde. El hijo de Franco quedó igual
que el pibe del barrio que tiene plata, los mejores botines y además es dueño
de la pelota pero igual nadie quiere jugar con él. Por caprichoso. Por egoísta.
Por mal compañero.
Eso es Boca. Es el fútbol popular, de la gente, de conventillos
revestidos en chapa, de San Genaro, de riachuelo infame, de 4-3-3, de choripán
en la vereda y pizza en Banchero, de 10 habilidoso, de la épica de ir a plantarse,
irreverente, frente a cualquier club gigante europeo y pintarle la cara.
La identidad se desdibuja en un contexto en que todo es
negocio y el metálico enfría pasiones, prima el tráfico de influencias y managers
arreglando los pases de pibes de menos de 20 años mientras toman frapuccinos.
Boca se ha transformado en –y en víctima de- una maquinaria caníbal en la que
no hay margen para el error, en la que ningún jugador puede ser ídolo porque su
paso es fugaz, en la que ningún técnico tiene chances de desarrollar un
proyecto a largo plazo. Desde ya que esto no es problema exclusivamente
boquense, es un mal que aqueja a todo el fútbol argentino. Pero acá se agudiza,
se magnifica porque Boca es el más grande, porque la mitad más uno de la
población es hincha y porque su barra brava desequilibra el estadio sumándose
al plantel como el jugador número 12.
Me enorgullece que el jugador más grande que haya dado el
balompié, “el genio del fútbol mundial”, se haya despedido en la Bombonera, con
la azul y oro en el pecho y dejando una sentencia para la humanidad: “la pelota
no se mancha”. Pero no puedo quedarme en la mezquindad de pretender que
Maradona sea Boca. Aún a pesar de él mismo y su amor confeso por los colores. “Maradona
es dios pero Boca prefiere a los hombres” leí una vez por ahí y es una
sentencia acertada.
Así como mi abuelo me hablaba de Marzolini y mi viejo del
Toto Lorenzo, yo tengo mi propio símbolo de Boca Juniors: Juan Román Riquelme.
Previsible, lo reconozco. Pero en tiempos de aceleración absurda, el muchacho
desfachatado, lúcido, habilidoso, parsimonioso y a la vez inteligente y pícaro
como un diablo, es el resumen de lo que yo aprendí a apreciar y considerar que
debe ser el club, el equipo, las estrellas que se van sumando al escudo.
El 3 de abril de 1905 se crea la institución y toma los
colores de la bandera del primer barco que llegara ese día al puerto de Buenos Aires.
Resultó ser uno de Suecia. Probablemente lo único frío que puede encontrarse en
su historia.
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