Desde el barro


Si hablo de un padre abandónico, consumidor de cocaína, violento con sus parejas, ¿en quién piensan? Bueno, yo les voy a decir en quién no piensan. No piensan en John Lennon. No piensan en Mick Jagger. Y ahí están, con la profunda convicción de que los Beatles son maravillosos, cantando Imagine durante la cuarentena para darse esperanza; llenando cinco River cuando vienen los Rolling Stones. De lo cual se deduce que la vara moral es, antes que nada, de clase.

Esa vara moral ha caído con una fuerza descomunal sobre alguien que, cuando era chico, su madre fingía dolor de estómago para no comer y que tuvieran un poco más en el plato él y sus hermanos. Pero que, embarrado y todo, tocó la gloria con las manos o, mejor dicho, con los pies. Que aún desde las embriagantes alturas del éxito, eligió siempre ir por las causas (que parecían) perdidas: del poderoso Barcelona migró a un modesto Napoli vapuelado siempre por el norte; a dirigir Mandiyú entre mosquitos y un calor denso y pegajoso; a Dorados de Sinaloa, ahí donde un cineasta puso el infierno en el 2010; a probar sus atribuciones divinas en el bosque del constante naufragio tripero y cumplir el milagro de mantener al Lobo en la primera categoría. Molestó y molesta eso: la irreverencia emparejada con algo muy parecido al heroísmo. Que haya enfrentado a Havelange y a Blatter, dueños de la pelota. Pero también que haya sido confidente de Fidel Castro y que haya viajado en un tren junto a Evo Morales para, en Mar del Plata, abrazarse a Hugo Chávez y gritar AL CARAJO CON EL ALCA.

Muchas veces lo quisieron ver muerto, más que muerto: destruido. La sociedad caníbal que gusta fabricarse ídolos para después destrozarlos se ensañó cuanto pudo con él y una y otra vez tuvo que soportar su resiliencia, su capacidad de reinventarse y que se sacara de encima los augurios oscuros con una gambeta o con un caño. Sí, un caño: ese dribbling burlón que deja al oponente humillado, impotente y lleno de bronca. Cada vez que quisieron destruirlo, él salió con un caño y se afirmaba: “la tenés adentro”.

Porque, además, jugaba al fútbol. Ese deporte que, según sus propias palabras, es el “más lindo y más sano que hay”. Jugaba después de sufrir las patadas más arteras (y perdonarlas), con el tobillo como un pomelo, operado, infiltrado, jugaba siempre para deleite de la hinchada e incluso, más que la hinchada, sembró alegría en el pueblo. Porque quién si no él trajo tanta alegría a un pueblo desesperanzado, triste, derrotado.

Así, la superioridad moral de la progresía se parece mucho a la indignación de la rancia derecha y se arroga el derecho de patrullar tristezas, pasiones. Predican una empatía que no practican y ejercen el comisariato de los sentimientos. ¿Es acaso resentimiento lo que les impide hacer silencio ante la tristeza multitudinaria?

Los guardianes morales olvidan (tal vez a propósito, como son muchos olvidos) qué él supo perfectamente todas y cada una de las veces que pasó por el barro. No lo olvidó jamás y nos lo dijo: “yo me equivoqué y pagué pero la pelota… la pelota no se mancha”.

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