Desde el barro
Esa vara moral ha caído con una fuerza descomunal sobre alguien que, cuando era chico, su madre fingía dolor de estómago para no comer y que tuvieran un poco más en el plato él y sus hermanos. Pero que, embarrado y todo, tocó la gloria con las manos o, mejor dicho, con los pies. Que aún desde las embriagantes alturas del éxito, eligió siempre ir por las causas (que parecían) perdidas: del poderoso Barcelona migró a un modesto Napoli vapuelado siempre por el norte; a dirigir Mandiyú entre mosquitos y un calor denso y pegajoso; a Dorados de Sinaloa, ahí donde un cineasta puso el infierno en el 2010; a probar sus atribuciones divinas en el bosque del constante naufragio tripero y cumplir el milagro de mantener al Lobo en la primera categoría. Molestó y molesta eso: la irreverencia emparejada con algo muy parecido al heroísmo. Que haya enfrentado a Havelange y a Blatter, dueños de la pelota. Pero también que haya sido confidente de Fidel Castro y que haya viajado en un tren junto a Evo Morales para, en Mar del Plata, abrazarse a Hugo Chávez y gritar AL CARAJO CON EL ALCA.
Muchas veces lo quisieron ver muerto, más que muerto: destruido. La sociedad caníbal que gusta fabricarse ídolos para después destrozarlos se ensañó cuanto pudo con él y una y otra vez tuvo que soportar su resiliencia, su capacidad de reinventarse y que se sacara de encima los augurios oscuros con una gambeta o con un caño. Sí, un caño: ese dribbling burlón que deja al oponente humillado, impotente y lleno de bronca. Cada vez que quisieron destruirlo, él salió con un caño y se afirmaba: “la tenés adentro”.
Porque, además, jugaba al fútbol. Ese deporte que, según sus propias palabras, es el “más lindo y más sano que hay”. Jugaba después de sufrir las patadas más arteras (y perdonarlas), con el tobillo como un pomelo, operado, infiltrado, jugaba siempre para deleite de la hinchada e incluso, más que la hinchada, sembró alegría en el pueblo. Porque quién si no él trajo tanta alegría a un pueblo desesperanzado, triste, derrotado.
Así, la superioridad moral de la progresía se parece mucho a la indignación de la rancia derecha y se arroga el derecho de patrullar tristezas, pasiones. Predican una empatía que no practican y ejercen el comisariato de los sentimientos. ¿Es acaso resentimiento lo que les impide hacer silencio ante la tristeza multitudinaria?
Los guardianes morales olvidan (tal vez a propósito, como son muchos olvidos) qué él supo perfectamente todas y cada una de las veces que pasó por el barro. No lo olvidó jamás y nos lo dijo: “yo me equivoqué y pagué pero la pelota… la pelota no se mancha”.
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